CONCOMITANCIA
Aquella mañana, como todas, Elvira se escondía tras su periódico para no tener que cruzar palabra con ninguno de los múltiples encuentros casuales del autobús.
A esas horas era incapaz de mantener una conversación mínimamente fluida. Respondía con sonidos guturales para no pronunciar ni tan siquiera los monosílabos.
Llegaba a la oficina. El ascensor. Iniciaba el reparto de la correspondencia, y hasta que descolgaba el teléfono, respondiendo a la primera llamada, procuraba no decir absolutamente nada.
– Buenos días, dígame… No, no. Don Alberto no está. Sí, le diré que ha llamado usted… Sí, sí, le pasaré con él tan pronto esté en su despacho.
Era como un milagro. La voz salía fluida y ella creía disimular perfectamente su estado de general aletargamiento. Aquello ya era distinto: podía plantearse el cortado azucarado de máquina y acto seguido estrenar la sonrisa matutina y la actividad febril.
Sería una jornada movida y tensa.
Don Alberto prepararía la conferencia de la tarde, de la que ya le había dado varios borradores contradictorios para pasar en limpio. Bueno, no era exactamente una conferencia. Se trataba de una mesa redonda con otros directores comerciales de distintos sectores. A pesar de ello, don Alberto no se conformaba con dar las cifras más sobresalientes de sus experiencias y de la competencia. Quería decir algunas frases brillantes. Aprovechar su turno para sentenciar con algo impactante. Quería ser recordado, y aquélla era la ocasión para demostrar su altura intelectual.
Sería bueno incluir -pensaba- algunas palabras que, sin ser tecnicismos, dieran la imagen de un vocabulario amplio. Recordaba lo mucho que le impresionaba su profesor de Historia del Arte que, hablando de las columnas corintias, era capaz de dibujar con exacta precisión las situaciones. A él se le aparecían con nitidez aquellos antiguos artesanos cincel en mano. E1 viejo profesor utilizaba una palabra que siempre le quedó en la memoria y sonaba rotunda, altiva… definitiva.
Don Alberto apretó el interfono.
– Elvira, ¿tenemos un diccionario en el departamento?
– Pues no sé, no creo.
– ¿Usted podría decirme cuál es el significado exacto de la palabra CONCOMITANCIA?
– ¿La qué?
– La CONCOMITANCIA, mujer. ¡No me diga que no lo ha oído nunca!
– Bue…, fff… Perdone, pero así de golpe…
– Busque a Ramírez, que es de letras ¡y nos ayudará!
Don Alberto pensaba en voz alta:
– “Es una confluencia concomitante”, no, no, eso no suena “Ante pautas concomitantes”, no sé, puede que sea un poco pedante y además no estoy seguro. ¿Y si me preguntan que lo aclare?; será algo así como concordante, confluente, convergente Sí, pero ¿y si queda grabado y no es exacto?… “La visión concomitante” ¡suena fatal! “En la Dirección actual, la concomitancia de objetivos…” no está mal, pero el viejo profesor lo haría más natural.
Nunca había sabido el sentido exacto de la palabra, pero redondeaba las frases y les confería altura. La altura que pretendía don Alberto.
Andaba de un lado a otro del despacho con una aceleración exagerada. De pronto se paró frente a la pequeña librería.
– ¡El diccionario de inglés! A,B,C… cona, conc… CONCOMITAR, to acompany… esto sería acompañar. Sí, pero… ¡no le parecía lo mismo! ¡El nunca “concomitaba” a su hijo a la escuela, ni “concomitaba” el café con los churros ni la ensaimada…! Elvira, ¿no encuentra a Ramírez?
– Lo siento, pero no está en la casa. Volverá el viernes. He mandado a por un diccionario, pero… he pensado un poco y creo… que es “acompañar”…
– ¡Demonios!…, ¡yo también he mirado el diccionario de inglés!, y si le digo que me “concomite” a almorzar, ¿qué me responde?…
– Cálmese, don Alberto, ya lo solucionaremos.
Vaya día tenía el jefe, con la de cosas importantes por resolver y él con estas tonterías.
Las siete conferenciantes se dirigían a la mesa que presidía la reunión. Al atravesar el pasillo alfombrado hacían brillar los gemelos de los puños de sus camisas acompasadamente. En el público, unas cincuenta o sesenta personas.
Don Alberto tenía el rostro tenso, con la misma mueca que dibujaba su rostro en pleno vuelo cuando el avión entraba en una bolsa de aire. Serenidad e indiferencia aparente, pero la “concomitancia” iba por dentro.
Aquella tarde habló poco, no le hicieron preguntas y se limitó a sonreír.
En un momento de la charla creyó ver, en las últimas filas del auditorio, al viejo profesor haciéndole señas. Un hormigueo se apoderó de su cuerpo y en aquel instante tuvo una inspiración. Podía decir una frase a propósito del tema. La apuntó en su bloc de notas: “La superación de la dicotomía existente entre los intereses individuales y globales sólo será posible con la concomitancia de los objetivos.”
Era brillante. Estaba realmente a la altura.
Iba a pedir la palabra cuando el presidente agradeció la presencia de los ponentes y del público, dando por concluido el acto.
Sonaron unos aplausos que, por desgracia, no iban dedicados a la frase inédita.
Los intereses de don Alberto y la cruda realidad no resultaron concomitantes.